Alcorcón, un rumano que se llamaba Ion y el primo de mi colega
Hay historias que cuesta contar. Historias que te obligan a mirar dentro de ti y reconocer que, en el gran espectro de la dignidad humana, tú decidiste escarbar hacia abajo como si estuvieras buscando petróleo. Esta es una de esas historias.
Viví en Madrid. De hecho viví en Madrid el suficientemente tiempo como para saber que es preciosa para visitarla y horrible para trabajarla. Dicen que es lo que tienen las grandes ciudades. Yo realmente no lo sé. Madrid me quitó las ganas de conocer cualquier otra gran ciudad. Esta historia que os cuento hoy ocurrió un jueves cualquiera y recordaré siempre que era jueves porque ese día mi noche estaba preparada para ver un nuevo capítulo de Cuéntame Cómo Pasó en TVE, pero en su lugar terminé de copas por Alcorcón.
Por aquel entonces compartía piso con un buen amigo, un tío muy sociable y fiestero que parecía que vivía con seis baterías bien cargadas cuando el resto no tenemos ni una al cien por cien. En una de sus grandes ideas me dijo que me tenía que presentar a su primo, que quería que le conociera porque según él teníamos muchas cosas en común. Así que ni corto ni perezoso, sin previo aviso, se montó un plan ese gran jueves por su cuenta.
- “Salimos en una hora para tomar algo con mi primo.”
- “Ehhh… vale.”
Y a los cuarenta minutos ya estábamos en su coche, un Peugeot 507 que parecía un barco, rumbo a encontrarnos con su primo en Alcorcón. Fuimos a cenar a El Pirata. Como yo no conocía nada me dejé llevar. Me pusieron una ensalada con una salsa muy buena y una carne a la piedra que la recordaré para siempre. Su primo no apareció por allí. Le mandó un SMS y le citó más tarde en un local. Hasta ahora la noche iba fenomenal. Salimos de allí y nos fuimos a ese local.
Empezamos a beber cervezas. Yo no bebo mucho, por lo que me noto el subidón de manera barata. Con dos tercios no es que vaya dando tumbos, pero tampoco estoy en mi mejor momento. No sé las que nos tomamos. Mi colega parecía que conocía a la camarera y digo parecía porque nunca me dio por preguntárselo, pero nos empezaron a poner unos chupitos que yo no pagué. Para qué más.
Justo en ese momento, por fin, al menos ya por vergüenza, apareció su famoso primo, ese tío de puta madre que supuestamente tantas cosas teníamos en común y con el que él estaba deseando que me mezclase. Yo ya no quería beber más, pero claro, este tío acababa de llegar y el protocolo decía que había que tomarse una los tres juntos. Así que no sé si fue una, dos o tres. Pero nos las tomamos. Cuando quise levantar la mirada, mi colega ya no estaba. Despareció como Drácula detrás de su propia capa. Así que, en mi infinita sabiduría, decidí que la noche era joven y que no me quedaba otra que entablar conversación con su primo, un tío al que acababa de conocer y del que yo lo único que quería era que no bebiese demasiado para que pudiese llevarme de vuelta en coche a mi casa ya que mi colega pasó de no cogerme el teléfono a tenerlo apagado.
Su primo, Jose, parecía un tipo muy campechano, solitario en una ciudad tan grande, pero lo suficientemente sociable como para ir plantarse en un bar solo a beber para conocer al que está al lado. Realmente un perfil muy similar al de mi colega. El tío estaba tan cómodo hablando conmigo de tonterías que me entregó la confianza como para dejarme guiar por él. Y eso hice.
Ya fuera de aquel local y con el tiempo creo que con la excusa de quererme llevar a otro, fuimos caminando por una callejuela oscura, con la cartera casi vacía y el cerebro flotando en un fumet alcoholizado que sabía de antemano que no iba a llevar a nada bueno. Se paró a sacar dinero en un cajero. Él metió su tarjeta. Yo le di la espalda, por educación y para repartir la mirada, como si protegiera la escena, en una especie de pose de hipervigilancia para intentar imponer a cualquiera que ya hubiese visto que éramos dos mirlos blancos. Justo en ese momento una mujer nos habló. Una mujer rumana, de unos cuarenta y tantos, con un cigarro en la mano y un vestido que había conocido días mejores.
- “Jose, aquí hay una que te conoce.”- apuré a decirle.
Y para qué le dije nada. Ambos se miraron. Yo les observaba, moviendo mi cabeza como si fuese un partido de tenis y en ese intercambio que ya me pareció un escarceo supe que mi noche estaba a punto de tomar un rumbo que ni en mis peores días habría previsto.
- “¿Te animas, guapo?” - le dijo con un acento que raspaba como papel de lija.
En otro momento yo habría seguido caminando, pero estaba en un lugar que no conocía arropándome en la única figura humana con quien había enlazado un mínimo de vínculo afectivo. Así que miré a Jose, como si él fuese el poseedor de las buenas decisiones, mientras le respondió con un rotundo sí que todavía resuena dentro de mi cabeza.
La mujer le llevó a una esquina aún más oscura, un rincón olvidado de la ciudad que olía a humedad, orina y algo que prefiero no identificar. Yo le seguía como quien estaba detrás del Flautista de Hamelin. Allí, sobre un cartón mugriento, estaba sentado un hombre que podría protagonizar una película de terror, un mendigo con la barba enmarañada y unos ojos que parecían dos pozos vacíos.
- “Este es Ion, mi primo. No se fija en nada, ¿verdad, Ion?” - dijo ella, riendo con una tos seca que delató años de tabaco y tragedias.
Ion me miró sin decir nada y en ese momento tuve que preguntarme cómo había llegado hasta allí. ¿Qué demonios estaba haciendo? Pero ya no había vuelta atrás.
- “Tu amigo puede sumarse.”
- “¿A qué?”- respondí inocentemente.
- A la fiesta. - me contestó mientras sonriendo le bajaba la cremallera a Jose.
La mujer le empujó contra una pared y empezó a trabajar, por llamarlo de alguna manera. Era un espectáculo grotesco: el mendigo tosiendo a un metro de distancia, el frío cortándome la cara, y yo ahí en medio, viendo a un tipo que acaba de conocer con los pantalones bajados y una sensación de derrota que ni siquiera el alcohol podía amortiguar.
El punto álgido llegó cuando el mendigo, quizá aburrido o hambriento, empezó a comer algo de una lata abollada. Cuando la abrió con el filo de una navaja que bien podría contener todas las enfermedades el olor se hizo insoportable. No sé si era atún o comida para gatos, pero el asco fue tal que tuve que apartar la mirada mientras ella seguía a lo suyo, indiferente a mi creciente agonía. No pude más. El alcohol, el frío, aquel espectáculo circense, mi estómago, las ganas que tenía de morirme. Vomité. Vomité muchísimo. Vomité como vomitaría un tigre si alguna vez hubiese visto a un tigre vomitar. Vomité nada más y nada menos que sobre la barriga, la polla lacia y la frente de aquella puta rumana.
Ion se reía el cabronazo. Es lo único que recuerdo. Jamás olvidaré esos dientes amarillos que parecían haber sido pintados con cúrcuma. De ellos, de Jose y la prostituta no recuerdo reacción alguna. Recuerdo chillidos, gritos, muchos gritos, pero no sé si provinieron de ellos o de otros testigos de aquel espectáculo. Creo que se tuvieron que quedar petrificados. Y digo creo porque mi reacción fue la de salir corriendo. Como un hijo de puta. Corrí por aquellos callejones de Alcorcón como si me persiguiese la Mara Salvatrucha. El corazón se me puso a mil. Me frené después de una carrera olímpica en un parque, o en lo que yo entendí en aquel momento como un parque porque había césped, aunque seguramente fuese una rotonda. Y seguí vomitando. Vomité y vomité hasta quedarme vacío. Me recuerdo mirándome en un escaparate, limpiándome con la manga de una camisa vaquera, acicalándome el pelo, implorando que un taxi que me llevase de Alcorcón a mi casa y que me cobrase lo que le saliese de los cojones. 65€ nada menos. Lo conseguí. Y me pareció hasta barato.
Llegué a mi casa dándole vueltas a todo aquello. Me metí en la ducha y me quedé allí bajo el agua caliente hasta que empezó a salir fría. Ni toda el agua del Canal de Isabel II podría haberme limpiado. Esta noche toqué fondo. Aunque fuese con un mero testigo. A la mañana siguiente, resacoso y destrozado, al levantarme me encontré con mi colega en la cocina. Estaba abriendo un brick de tomate frito Orlando para echárselo a unos tristes macarrones.
- “Vaya la que me liaste anoche. Te estuve buscando y desapareciste.”- le espeté.
- “¿La que te lie yo? Salí fuera del local y me robaron el móvil. Tuvieron que quitármelo de la cazadora. Me puse a preguntar a los trabajadores del local, a la gente que estaba fumando en la puerta y cuando volví a entrar ya no estabas.”
- “¡No me jodas! Yo me pegué toda la noche con tu primo de los cojones.”
- “¿Qué primo? Si al final me dijo que no podía venir.”
- “Coño, pues tu primo, Jose. El grandote que te saludó al entrar y al que le llamaste primo.”
- “¿Jose? ¿El que se tomó un par con nosotros?”
- “Claro.”
- “Hostia, colega… yo a ese no lo conozco de nada.”
- “¡¿Pero si le llamaste primo?!”
- “Ya, es que saludo así a mucha gente.”
Y yo acordándome de lo bien que hubiese estado en el sofá viéndome Cuéntame Cómo Pasó.