Dicen que cuando uno tiene cinco años cree que su padre es Superman. Luego, cuando cumple quince, piensa que su padre es tonto. Cuando duplica la edad y llega a los treinta se da cuenta de que estaba equivocado, de que ya no sólo no es tonto, sino que encima al final iba a terminar dejando a Superman en pañales.
Pues eso, todos en menor o mayor medida hemos visto como nuestros padres, ya sea por la crisis de los cuarenta, de los cincuenta, o de los sesenta, han llevado a cabo ideas tan descabelladas como divertidas. Así que hoy os quiero contar una pequeña historia en honor a ellos, porque al fin y al cabo, estoy seguro de que terminaremos con la edad haciendo cosas peores.
Resulta que hace años solíamos hacer la compra familiar en grandes superficies al por mayor, estilo Makro. Por suerte en mi casa la economía siempre funcionó bien, pero imagino que mi padre quería concienciar a sus hijos de la importancia del ahorro. Una idea en principio bastante plausible.
Allí estábamos mis hermanos y yo correteando entre las estanterías, disfrutando de la zona de productos asiáticos. Alga nori, arroz para sushi, vinagre de arroz. Éramos felices con tan solo mirar esa cantidad de ingredientes con los que no teníamos ni puta idea de cómo cocinar.
A mi padre le dio por comprobar el precio en euros por litro, algo que nos jodió porque nos hizo cambiar las latas de refresco por botellas de dos litros y ese detalle nos imposibilitaba llevarnos una latita nocturna a la mesita de noche justo antes de irnos a dormir. Así que apareció, en su locuaz afán por inculcarnos economía familiar de posguerra, con una garrafa de champú de baño de cinco litros. Como tiene el patio sin pérgola, calculó que a cinco litros de champú tendría para lavarse la cabeza hasta los siguientes dos milenios. Intentamos persuadirle con argumentos rotundos, diciéndole que aquello parecía para un lavadero de coches y que además el color daba miedo, que eso era ácido gelificado. Por aquel entonces éramos jóvenes melenudos y claro está, también pretendía concienciarnos en el consumo del hogar y sus facturas. Nuestras duchas con agua caliente eran interminables, tanto por el pelo y como no, por las pajas que caían. Enfadado por decirle que no nos íbamos a echar eso en la cabeza y para querernos demostrar que su idea era más que brillante, terminó comprándola para él.
A los dos días tuve que entrar en el baño de mi padre, supongo que me estaría meando y el otro baño estaría ocupado, y la imagen que tengo de aquel momento no la olvidaré jamás. Mi padre olvidó comprar un dispensador para aquella garrafa que parecía un acuario sucio y ni corto ni perezoso quitó aquel tapón de aceite de coche y empezó a volcarse con cuidado bajo la ducha las pequeñas gotas que necesitaría para su poco pelo.
Que sí, que no, que no cae, que ahora sí, dale más… y al final terminó volcándose sobre los ojos aquel ácido clorhídrico. Posó la garrafa como pudo en el suelo del baño, porque evidentemente no entraba en el borde de ninguna bañera convencional, y automáticamente empezó a gritar como el Yeti. La conjuntivitis fue tal que tuvo que ir al día siguiente a urgencias. Nadie nunca más supo nada de aquella garrafa.