Cómo jugar bien al escondite durante una Primera Comunión
Quienes me conozcan un poco por aquí sabrán que soy una persona con pocos complejos, por no decir ninguno. Pienso que lo mejor de la vida es que al final te mueres, así que de poco vale que la gente ande tan remilgada. Nacer es un jodido privilegio, es la verdadera lotería, el Euromillón con todo el bote acumulado, por lo tanto hay que disfrutar esa gran suerte y la mejor manera de hacerlo es sin complejos y yendo de frente por la vida. Por lo tanto, hablemos de pajas.
A día de hoy me río, pero si no llego a estar espabilado me hubiese truncado la adolescencia. Tenía nueve años, pero me venía meneando ya la churra como si fuese el encargado de un Club Swinger. El catecismo nos tenía a todos la mente un poco desvirtuada. En mi caso los martes teníamos catequesis, aunque esta historia nada tiene que ver con mis horas de oración.
Como ya he dicho tenía nueve años y haría la Primera Comunión al año siguiente, al cumplir los diez. Mis padres, como la mayoría de padres, tienen buenos amigos cuyos hijos rondan las mismas edades. En este caso este hijo, buen amigo de mi infancia, tenía un año más que yo. Era mayo, así que por mera cuestión cronológica era el día de su Comunión. La mía sería al año siguiente.
Fuimos al salón de celebraciones y tras una comida con unas malas gambas que todavía las recuerdo, los niños nos fuimos a jugar a un terreno bien grande. Este terreno mezclaba albero con calvas de cemento. Se utilizaba como aparcamiento para los comensales. Además también era la zona de descanso de una autoescuela donde descansaban muchos camiones y remolques. Entre todos estos carricoches había un par de columpios y una rueda de esas que no tiene sentido y que solamente sirve para que des vueltas y vomites.
El calor empezó a apretar y bastante fuerte así que me fui a la mesa de los adultos y le pedí las llaves del coche a mi padre. El coche era medianamente nuevo y mi padre entendía que a mí me gustaba meterme a escuchar música, ya que en aquella época era una de las pocas maneras de poder disfrutar de unos cuantos CDs en la calle. El niño protagonista del día se metió conmigo en el coche para escuchar música y muchos de los demás quisieron entrar al poco tiempo. A mí la situación me agobió porque no quería que otros niños desconocidos y sucios entrasen en el coche de mi padre, así que salí y cerré. Justo entonces alguien propuso jugar al escondite. La idea de escondernos en un terreno tan amplio resultaba atractiva. La echamos a “chinita la salva” y no me tocó quedarla. Así que empezamos a escondernos.
Le dije a mi coleguilla que tenía un sitio infalible, que me iba a meter dentro del maletero del coche de mi padre, pero que no dijera nada. Y así fue. El chavalín que la quedó ya había pillado a todos, solo faltaba yo, pero estaba tan contento dentro del maletero pensando que iba a ser el rey de la fiesta que no me estaban afectando los 50° que venían subiendo poco a poco, ya que eran las 16:30 y en la chapa del coche se podían freír unos huevos. Yo escuchaba como ya no era sólo el chico que la quedaba el único que me buscaba. Cuando notaba que se acercaban al coche, incluso que tocaban el maletero y se quejaban por no encontrarme yo me callaba más todavía. Me metí en el papel de un súper espía silencioso. El calor empezaba a apretar tela y no me quedó otra que empezar a desprenderme de mi trajecito de los domingos para las comuniones. Poco a poco, con movimientos muy leves y sin hacer ruido, me quité los pantaloncitos cortos, con mucho cuidado porque al moverme no sé qué pieza de metal había dentro que ardía como un demonio.
Perdí la noción del tiempo y empezó a entrarme un peligroso sueño que no sé si me llevaba a los brazos de Morfeo o al limbo. Afortunadamente estaba bautizado, pero a un año de hacer la Comunión y con mis grandes ideas no sé yo si San Pedro me iba a dar la bienvenida con las puertas precisamente abiertas. Decir que tanto los pantaloncitos como los zapatitos de charol ya me los había quitado por completo y visto que comprobé que me resultaba imposible girarme para llegar a ellos me di cuenta que de salir de allí tenía que ser en pelotas, no me quedaba otra. Así que visto lo visto, total, me empecé a hacer una pera limonera. Así sin más. El vaivén me mantenía consciente mientras pensaba: “Joder cuando salga de aquí voy a ser el mejor. Deben llevar horas buscándome.” Y yo dale que te pego al manubrio. Pin pan pin pan pin pan. FAP FAP FAP FAP FAP FAP. Cuando eres pequeño estás tan metido en tus cosas que eres incapaz de darte cuenta de que estás a punto de morir.
Yo no sé si allí me pegué dos horas, una hora o lo que fuese. Lo que recuerdo es que escuché un revuelo tremendo. Muchas voces, lo que me hizo suponer que todos seguían buscándome. Lo que no sabía es que quienes me buscaban ahora eran también los adultos por todas partes.
“Es que la llevo yo quedando todo el rato porque no aparece el niño del coche.” - (léase con voz quejicosa infantil).- “JA JA JA”.- pensé, ya que no quería hacer ruido. “Jódete gilipollas que no me vas a encontrar nunca. Soy un espía al servicio de nadie que está a punto de morir por ser leyenda en el escondite.”
Y fue justo en ese momento, desvanecida ya toda esperanza de aquel chaval, cuando mi padre, en aras de conocerme más de lo debido, abrió directamente el maletero de su coche a sabiendas de que algo encontraría. Y encontró. Nada menos que a uno de sus hijos con las piernas en un perfecto rombo haciendo vértice con ambas plantas de sus pies perfectamente alineadas, con los calzoncillos ya por los tobillos, al borde de la muerte por deshidratación, sacándose de sus entrañas los pocos centilitros de humedad que tenía dentro.
Por mucho alzheimer que llegase a desarrollar os juro que no olvidaré jamás el temple de su rictus, perdido totalmente en la gran inmensidad del sentido de la vida, haciéndose tantas preguntas en tan poco tiempo, intentando evitarse el bochorno de mostrar a su hijo a los ojos de la vergüenza, pero a su vez queriendo tranquilizar a todos los invitados porque ningún niño había desaparecido.
Me enganchó del cuello, no por carácter autoritario, sino por no cogerme de la mano. Me apretó bien fuerte de un brazo y me dijo: “¿Para esto querías las llaves? ¡¿PARA ESTO?! Vístete por Dios, que el año que viene haces la Comunión tú. Ya no tienes edad para hacer estas cosas.”
Imagino que con esta última frase se referiría a que ya no tenía edad para darle esos disgustos por un comportamiento infantil, porque sino que alguien me diga cuál es la edad para hacerte pajas en el maletero del coche de tu padre.