El café que me enseñó a mirar el mundo
Tengo treinta y nueve años y hace más de treinta que el café me sabe a tierra mojada con humo. Nunca me gustó. Ni con azúcar, ni con leche, ni con esas mierdas modernas de almendra, avena o caramelo. El café es amargo, seco y traicionero. Pero lo tomo cada mañana desde que murió mi abuela Delia.
Mi abuela tomaba café a todas horas. Con las noticias, con las novelas, con la siesta. Era su forma de estirar los minutos, de no dejar que la vida se le pasara tan rápido. A veces ni lo bebía. Lo dejaba enfriar en la mesita del comedor y lo miraba como si en el fondo de la taza se escondiera un secreto viejo, uno que sólo ella conocía. A mí me sentaba a su lado, en un sofá desfondado que crujía como un gato molesto, y me contaba historias que probablemente eran mentira, pero que yo creía igual.
—¿Sabés cómo se cura una pena? —me dijo una tarde en la que lloraba por una tontería.— Con café y paciencia. Y si no funciona, café con churros.
Mi abuela tenía los dientes gastados, la risa grave y una manera de abrazarte sin tocarte. Nunca me habló de política, ni de religión, ni de amores. Pero me enseñó a mirar la calle como si el mundo fuera un teatro improvisado.
—La gente no sabe que la están mirando —me decía—. Por eso actúan de verdad.
Pasábamos horas tomando café que yo no quería, pero que igual tragaba, mientras ella comentaba la vida de todos los vecinos como si fueran personajes de una radionovela. Para no no haber tenido la posibilidad de ir la escuela tenía más, criterio e imaginación que todos los novelistas juntos de la época. Nunca llegué a entender como alguien tan chapada a la antigua consiguió llegar a la ver el mundo desde su prisma.
Cuando murió, no lloré. No porque no me doliera, sino porque no me salía. El llanto me vino después, mucho después, la primera vez que me serví un café sin darme cuenta. Fue automático. Como si el cuerpo recordara algo que la cabeza todavía no había procesado. Me senté frente a la ventana y vi pasar a una señora con un carrito y me pareció verla a ella. Fue entonces cuando lloré. Sin ruido, sin explicación, como quien pierde una costumbre sin saberlo.
Desde entonces lo hago cada mañana. Café, no llorar. Me levanto, pongo la cafetera y dejo que la cocina se llene de ese olor que ya no sé si detesto o me encanta, porque de alguna forma la traigo de vuelta. Me siento frente a la ventana y finjo que me interesa el sabor. A veces hablo en voz baja, como si ella pudiera escucharme desde alguna rendija del tiempo. Le cuento que estoy bien, que sigo sin saber cómo se plancha una camisa y que si viese cómo visten las chicas ahora entendería que ningún hombre les tuviesen respeto. Cosas de otros tiempos. Cosas hoy prohibidas. Pero cosas que nadie se atreve a censurar cuando vienen de una abuela.
No sé mucho de la vida, pero he aprendido que hay personas que se quedan viviendo en los gestos. Que no hace falta rezarles, ni visitarlas al cementerio. Basta con hacer lo que hacían, incluso mal, incluso sin ganas.
Yo no tomo café porque me guste. Lo hago porque un día, cuando era chico, una mujer que olía a crema Hinds y colonia Nenuco me enseñó que la vida se enfrenta con una taza en la mano y el corazón despacito.
Cuando miro hacia abajo me gustaría que mis hijos no me recuerden con flores ni fotos. Sólo quiero que algún día, sin saber por qué, sientan ganas de tomar un café amargo, y se sienten a mirar la calle como si el mundo fuera una película antigua.
Y piensen, aunque sea por un segundo: “Esto lo hacía papá.”
Aunque no sepan que en realidad, lo hacía su bisabuela.