El día que la Guardia Civil nos ayudó con un neumático pinchado
Hay que situarse. Corría el año 2000 y éramos muy pocos los privilegiados que ahorramos para llegar a invertir en lo que hoy es la simpleza de una regrabadora de CDs. Fue la HP 8100 Series. Regrababa a 2x y grababa a 4x, aun así de poco valía puesto que para que los videojuegos fuesen leídos correctamente por el chip pirata de la PlayStation habría que grabar siempre a 2x y en algunos casos en juegos de última generación a menos. Un juego suponía perfectamente una hora de grabación y un CD virgen costaba sobre unas 450 pesetas. A pesar de ello tenía toda la colección al completo del BlockBuster. Toda. Iba semanalmente todos los domingos antes de visitar a mi abuelo. Mi padre siempre me alquilaba un par de ellos. Él se pillaba un VHS de estreno que tenía que devolver al día siguiente para evitar el recargo. Yo tenía un par de días para jugarlos, pero ambos los entregaba junto al VHS, al día siguiente, puesto que me pasaba todo el domingo grabándolos y parcheándolos. Mi padre no llegaba a entender la legalidad del asunto. No le entraba en la cabeza. Pasó de pagar 12.500 pesetas por el Street Fighter 2' y el Virtua Racing de MegaDrive a ver como por 350 pesetas, que era el precio del alquiler, su hijo se hizo con una colección de más de cien títulos de PSX.
La desinformación por aquella época era tremenda. El concepto pirata sonaba bastante más que hoy en día, que ya es decir. Matías Prats podía martillear con informaciones dubitativas, falsos proyectos de ley y numerosas multas cuya capacidad punitiva superaban las 300.000 pesetas por cada CD pirata. Esa cifra fue algo que a mi me padre se le grabó a fuego. 300.000 pesetas por cada CD pirata. Un mantra que no paraba de resonar dentro de su cabeza.
Un fin de semana cualquiera de otoño mis padres me arrastraron a pasar el fin de semana con ellos en la playa. Aquello lo recuerdo desde una tristeza absoluta. Mi dedicación no era otra que salir a comer con ellos y esperar pacientemente durante horas la inagotable siesta vikinga de mi padre. Pasaba las tardes ojeando un ejemplar de papel couché, solo, sin amigos, sin nadie con quien relacionarme, en un páramo habitado únicamente por mosquitos y alguna que otra avispa. Terminé memorizando las tetas de Lolita de la revista Semana que durante años estuvo en un cuenco de mimbre que hacía de revistero en el salón. Aquellas horas eran insoportables. Una televisión con una decadente instalación de antena cuya cobertura sólo te permitía ver en condiciones dos televisiones locales, alguna cadena privada española, EuroSport y la joya de la corona, un sin sentido alemán donde dos reporteros hablaban de sus cosas y que siempre solía ser la opción que se erigía normalmente como victoriosa.
Quise cambiar el rumbo de aquello y le ofrecí a mis padres la posibilidad de acompañarles a la playa junto con un amigo y llevarnos la PlayStation, así al menos mientras ellos descansasen yo tendría algo y alguien con quien divertirme. Mis padres accedieron sin ningún tipo de problema. Básicamente pasábamos una par de noches fuera, pero a pesar de las pocas horas que nos dejaba el reloj para poder disfrutar de la única televisión de la casa para nosotros, un mar de dudas nos asaltó haciendo las maletas. ¿Qué juegos nos íbamos a llevar? El raciocinio nos decía a ambos que con dos, a lo sumo tres, teníamos de sobra. Un Tekken 3, el ISS PRO y el Destruction Derby serían más que suficientes para un par de tardes y noches mal contadas, puesto que la primera noche, la del viernes, íbamos directamente a la cama después de cenar. El caso es que como buenos jóvenes e inexpertos tuvimos una idea sublime. Agarramos dos bolsas de basura moradas, de esas perfumadas, y metimos dentro la colección entera. Alrededor de más de 120 cajas de CDs de juegos de PlayStation. Ya decidiríamos en su momento cuál meter, para que finalmente no jugásemos a más cuatro. Fueron dos buenas tardes.
El caso es que volviendo de regreso de la costa gaditana, camino de Sevilla, mi padre inició una conversación en el coche sobre seguridad vial. Hablaba sobre el arcén de las autopistas, la imposibilidad de parar en ellos salvo avería o emergencia insalvable. Alguno de nosotros le preguntó sobre la posibilidad de usarlo como carril de adelantamiento y él, como buen padre responsable, nos indicó que jamás, que no era un carril sino una zona de seguridad que no estaba habilitada al tráfico y que además no era nada recomendable meter las ruedas en el arcén puesto que era más fácil pinchar, no son zonas limpias y te puedes encontrar tornillos o tuercas o cualquier cachivache que te joda un neumático. Yo, con la ignorancia más grande que mi boca abierta, afirmaba con la totalitaria rotundidad y seguridad de un niño de 13 años que eso de pinchar era imposible, ni por arcén ni por nada. Mi padre soltó una leve sonrisilla y me dijo: "Ay, hijo, si supieras la gente que pincha cada día."- a lo que yo le exclamé.- "¡Tres tontos!".- en momentos como este, cuando recuerdo mis comportamientos infantiles doy gracias a Dios por la paciencia que la vida le empastó a mi progenitor. No más de siete segundos después, os lo juro, desde el silencio más profundo de un coche con cuatro personas a bordo calladas y la radio apagada, el mismo ser supremo que a mi padre le dio el don de no cruzarme la cara por cada gilipollez que soltaba, el mismo que quiso darme ese día una de las mayores lecciones de mi vida, hizo retumbar los ejes reventando la rueda trasera derecha. Yo desconocía lo que había ocurrido, pero mi padre, experimentado piloto, con su labio superior levantado y una mirada que aún no sé cómo definir, a través del espejo retrovisor me dijo: "Lo ves, imposible no es hijo".
Paramos en la mediana. Era la zona más segura y más amplia. No suponía ninguna negligencia, porque era una mediana ancha habilitada para estas situaciones. Mi padre se apeó del vehículo. Correcto. El diagnóstico fue acertado. La rueda reventó, algo habría en el carril derecho de la AP4. Yo sé perfectamente que no fue casualidad. Ese momento hizo más por mis creencias que todos los padres nuestros mañaneros en mis catorce años de colegio de curas. De repente, recién parado el motor, como dos ángeles de la guarda, aparecieron sin necesidad de llamada alguna una pareja de la Guardia Civil. Estacionaron delante de nosotros, a varios metros y se bajaron con las mejores intenciones de las que siempre dispone un agente de la benemérita. Observaban a una familia, dos adultos y dos niños pequeños, ocho ojos mirando una rueda reventada y tras preguntar que si nos había pasado algo grave y recibir una negativa por respuesta decidieron quedarse allí, a nuestro lado, señalizando el lugar para evitar otro susto mayor mientras charlaban con mi padre tranquilamente.
Mi padre se remangó y se dispuso a la siempre indeseable faena de cambiar una rueda. No llevábamos mucho equipaje, pero lo que si llevábamos eran dos bolsas de basura moradas hasta arriba de videojuegos piratas y unas cabezas llenas de una desinformación pasmosa. Mi colega y yo, junto con mi madre, nos metimos dentro del coche por recomendación de la Guardia Civil. Mi padre al abrir el maletero para coger el gato se acordó de que cargaba con dos gigantescas bolsas de basura moradas llenas de videojuegos piratas. Nos grito en silencio: "¡Niños, los juegos!".- yo estaba totalmente seguro que lo que transportábamos no conllevaba ningún problema, pero al ver a mi padre dudar a portagayola se me cayeron al suelo todos los artículos de cualquier ley. Mi amigo y yo nos bajamos del coche y empezamos a apartar las bolsas de basura para que mi padre pudiese llegar a sacar la rueda de repuesto y todo lo demás. “Vamos a ayudar a mi padre con las maletas.”- se me ocurrió decirle a la Guardia Civil que ni hizo amago de responderme. Entre la nerviosera y el pulso de yonki antes de tomar su última dosis se nos empezaron a caer todos los CDs al suelo al sacar las bolsas. Tras el jaleo y la incertidumbre del momento uno de los agentes se acercó al maletero ofreciendo su ayuda para bajar los bártulos. Mi padre sudaba, ya no por el calor reflejado en el asfalto sino por su fugaz cálculo matemático que le llevo a multiplicar 300.000 pesetas por dos jodidas putas bolsas de basura hasta arriba de CDs piratas. Sentía en ese momento como sus ganas de agredirme iban en aumento, la suma de la valentía juvenil a la hora de implorar la imposibilidad de un pinchazo más la innecesaria carga de más de 100 juegos de PlayStation en el maletero, le llevaron a una situación en la que posiblemente se planteó si el último de sus tres vástagos le había salido rentable. "Yo sabía que esto muy normal no era. A la cárcel que vamos".- mascullaba mientras removía todo el maletero.
En ese mismo instante, mi único seguro de vida eran aquellos dos guardias civiles. Parecíamos una familia mejicana en nuestra autocaravana, con un cadáver en una maleta y dos kilos de cocaína en un doble fondo en el cruce fronterizo de El Paso. Mi padre sólo sabía alejar ambas bolsas del coche, colocarlas en el lado izquierdo del vehículo, cuanto más lejos las quería más las pateaba y con ello más CDs aparecían por la carretera. Que si el Resident Evil Nemesis por aquí, un Tony Hawks Pro Skater por allá y para colmo el Thrill Kill, un juego prohibido en la mayoría de los países del cual nos hicimos por ese amigo friki que todo hermano mayor tiene, que se cree ninja y luego con los años resulta ser un perdedor como otro cualquiera. Ahora me pongo en la piel de esos guardias civiles, nobles caballeros de la carretera, dándonos seguridad y me los imagino viendo aquella caratula manchada de polvo por los zarandeos que mi padre le daba a la bolsa, leyendo Thrill Kill, escrito con un Edding 5000 y con la letra mayúscula de alguien que acaba de entrar en la ESO, impasibles.
Una de las bolsas se rompió mientras intentábamos levantarla, mucho duró, y una cascada de caratulas empezó a bajar como una estampida de ñúes. Suerte que la mitad de la bolsa ya la conseguimos meter en los asientos traseros mientras mi padre ya estaba cambiando la rueda con la oreja a la altura del suelo con la tensión a niveles estratosféricos y ambos guardias civiles miraban atento su proeza con el gato. Nosotros desde el otro lateral del coche empezamos a meter todos los CDs como pudimos a dos manos, como si estuviésemos echando agua de una piscina intentando salpicar a alguien.
Esta experiencia fue una de las mayores lecciones que he recibido jamás, sin necesidad de un aula, sin horarios, ni recreo. Aprendí dos cosas que no olvidaré jamás: la primera es que jamás debes creerte ninguna información que no hayas ido a comprobar por ti mismo; la segunda es que no hay nada más ridículo que tropezarte con tu propia ignorancia.
Nunca dejéis de rotular con Edding.