El tensiómetro del abuelo
Ahora que la desgracia ha llegado a nuestro país creo que es hora de contaros una historia perversa de esas que pueden haceros sonreír y olvidar durante algunos minutos esta gran tragedia. Así que me animo y os la hago llegar con todo el cariño que os profeso.
Tendría más de diez y menos de quince años en una de esas tardes locas en la que estaba más caliente que un mono. En mi casa éramos seis personas, por lo que prácticamente nunca he tenido intimidad. Masturbarse era más fácil en la franja de Gaza que en mi casa, pero aun no recordando el porqué, ese día la vida me dio una oportunidad para no desaprovechar y me quedé solo.
Si algún día me acuerdo de porqué me quedé solo volveré para contároslo, porque seguramente también sea meritorio de otra historia, pero bueno, hasta que me acuerde podrá pasar cualquier cosa. El caso es que me quedé solo no más de cuarenta minutos y como no, tenía que aprovecharlos.
Dando un paseo por el salón mi calenturienta mente se encontró con uno de esos aparatos con los que le tomaban la tensión a mi abuelo. Los automáticos que se inflan de aire y te aprietan el brazo como si fuese Conan.
Así que ya os podéis hacer una idea. En una casa sola, sin el miedo a que la puerta de mi habitación se abriese de repente como si entrase un comando al completo de GEOs, no se me ocurrió otra cosa mejor que meter la polla en medio de aquella almohadilla cerrándome el velcro al que tuve que darle cinco vueltas claro está, porque mi polla no es el brazo de un octogenario.
Así que ya solo quedaba el siguiente paso. Darle al ON. Y le di.
Y eso empezó a inflarse.
Y me la enganchó.
Y cada vez se inflaba más.
Y más.
Y más.
Y me empezó a hacer daño.
Pero como se veía que el aparato tenía que coger tensión.
Se infló aun más.
Hasta que cogió tensión.
Yo no podía quitármelo.
Hasta que no perdiese todo el aire.
Y en ese momento sonaron las llaves de mi madre entrando en mi casa.
Y yo con el tensiómetro en el nabo.
Y la cara como un Gusyluz.
Me levanté del sofá y me fui a la punta de la casa más lejana, para darle tiempo al aparato y que mi madre no me pillase, pero ese puto aparato del demonio no soltaba el aire porque no me podía coger el pulso de la polla, a pesar de que la tuviese como el cuello de un cantaor flamenco.
Cuando de repente se desinfló vi la luz y el aparato empezó a pitar como si hubiese dado un error. Me dio tiempo a subirme los pantalones en la terraza, que era la zona más alejada de la entrada, con las persianas y las ventanas subidas, a riesgo de que cualquier vecino pudiese llegarme a ver.
Mi madre dio conmigo. Me vio extraño. Rojo. En mi mano todavía tenía aquel tensiómetro pitando. Dando error. Me echó la bronca y me dijo que eso no era para jugar. Yo le dije que no estaba jugando, que solo me estaba tomando la tensión. Ella jamás se hubiese imaginado nada de lo que allí ocurrió. Pero no mentí. Me estaba tomando la tensión… pero la tensión del nabo.