Feliz 2008
El título no está equivocado. Sé que te quedan pocas horas para que te estés tomando las uvas, o la rutina con la que mejor decidas despedir el año. Que más pronto que tarde estarás sentado en alguna mesa rodeado de familiares. O puede que no. Puede que esta noche te pille trabajando o más solo que Yamcha en la Kame House. Sea como fuere, te pille como te pille, hoy vengo yo a despedirte el año como mejor mereces.
Ese año la Nochevieja ya apuntaba maneras antes incluso de empezar. Resulta que nuestros vecinos de al lado, Ricardo y su mujer, se habían quedado solos porque ninguno de sus hijos había venido a pasar el fin de año con ellos. Mi madre, siempre llena de buenas intenciones, los invitó a cenar con nosotros. A nadie de la familia le molestaba la idea. Ricardo era un tipo simpático, eso sí, pero tenía un sentido del humor peculiar que solía dividir opiniones: o te reías con él o te reías de él.
La cena transcurrió como siempre: mucha comida, mi madre estresada porque todo tenía que estar perfecto y mi padre disfrutando como Baco en una orgía. Ricardo y su mujer encajaron perfectamente en ese caos perfectamente ordenado que es mi casa en Nochevieja, como si fueran de la familia. Él, con su vozarrón, contaba anécdotas que nadie pedía pero que todos terminábamos escuchando, mientras su mujer asentía con una sonrisa resignada.
Pero lo mejor, o peor según cómo se mire, llegó con las uvas. Mi madre, que cada año se supera en obsesividad, había preparado cuencos individuales con las uvas peladas y sin pepitas, porque, según ella son más fáciles de tragar aunque su sabor sea horrible.
Cuando empezaron las campanadas, todos nos preparamos. Cada uno a su manera: mi abuela rezongando porque siempre se le atragantaban, mi hermano cagándose como todos los años, y Ricardo, como novedad, decidió darle su propio toque al ritual.
En cuanto sonó la primera campanada, Ricardo agarró una uva, se la metió en la boca, la masticó, la tragó y, como si fuera el maestro de ceremonias, cantó con entusiasmo:
—¡UNA!
Con la segunda campanada, repitió el proceso, pero esta vez con más teatralidad:
—¡DOS! ¡Dos uvas pa’l cuerpo!
Para cuando llegó la tercera, Ricardo ya había transformado nuestra tranquila tradición en un espectáculo de variedades. Cada campanada era un show.
—¡TRES! ¡Tres y no me atraganto! ¡Vamos que nos vamos!
Yo intenté mantener la compostura, lo juro. Pero algo en la mezcla de su entusiasmo y la seriedad con la que el resto intentaba seguir comiendo sus uvas me desbordó. Sentí un ataque de risa venir desde lo más profundo, uno de esos que no puedes frenar aunque te tapes la cara o pienses en cosas tristes mientras no paraba de meterme más uvas en la boca.
Con la sexta campanada, estaba temblando. Mi hermano, al verme, empezó a reírse también, pero en silencio, como un traidor. Ricardo seguía a lo suyo, masticando, tragando y gritando:
—¡SEIS! ¡Una menos!
Fue en la octava campanada cuando todo se descontroló. Yo ya no podía respirar de la risa. Intenté tragarme mis uvas, pero entre el movimiento espasmódico de mi risa y los gritos de Ricardo, algo en mi cuerpo decidió que no podía con más. Un calor familiar empezó a subir desde mi estómago. Mi estómago se estaba dando la vuelta como un choco.
Intenté contenerlo, pero fue inútil. Abrí la boca justo cuando Ricardo gritaba un entusiasta:
—¡DOCE! ¡Ea, se acabó!
Y ahí fue. Un vómito violento y certero salió disparado, aterrizando directamente sobre el hombro de mi padre, quien estaba tan concentrado en sus uvas que tardó unos segundos en procesar lo que acababa de ocurrir. Pero no terminó ahí. La mesa, con todas sus bandejas de turrones, bombones y dulces, quedó bañada en mi desastre. Los bombones Ferrero Rocher ahora parecían huevos pasados por agua, y el turrón de Alicante tenía una capa extra que nadie había pedido.
Mi madre gritó como si le hubieran dicho que el fin del mundo era inminente. Mi padre se levantó, mirándome como si acabara de traicionar a toda la familia. Y mi hermano, a sabiendas de que estaba viviendo el mejor fin de año de su vida, no paraba de reírse. No intentó consolarme ni ayudarme. No. Empezó a darme golpes en la espalda, pero no para salvarme de una asfixia inexistente, sino para evitar que él mismo se asfixiara de la risa mientras Ramón García gritaba un feliz 2008.
Ricardo, por su parte, se giró, me miró y sintiéndose medio responsable de aquello solo se atrevió a soltar un:
—¡Ofu…!
Un revuelo de siete personas se levantaron como si hubiesen visto una rata rozarles los tobillos para evitar mancharse de una pota que bajaba como un correntín de agua desbordaba por la pendiente de una montaña.
Ese año solo se salvó la bandeja de bombones más alejada de mí y todos aquellos que se quedaron en la cocina. Sin duda alguna pasé a la historia como el hombre que ha vomitado más rápido en la entrada de un nuevo año. Así que te ocurra lo que te ocurra este fin de año nadie de tu familia tendrá la capacidad para liar la que yo lie.
Feliz 2025.