La que me liaron una gorda y un mongolito en una oficina de UPS
Pudo no haber empezado jamás, pero todo empezó porque mi mujer con la autoridad de un sargento de marines, me mandó a recoger un paquete. Según ella, era algo que “había pedido hace semanas” y que “por favor, no se te olvide que cierran a las ocho”. Yo asentí, claro, porque me encanta dar la razón mientras en mi cabeza no hay más una bruma fría que queda en la suspensión de la mismísima nada.
El caso es que llegué al UPS a última hora, como cualquier idiota que deja las cosas para el último momento. Dentro, la estampa era la que cabría esperar en un sitio así: un empleado con cara de querer ahorcarse, una cola de gente impaciente y un par de personajes que destacaban entre la fauna habitual.
Uno de ellos era un chaval con síndrome de Down, que estaba a unos metros de la fila, observándolo todo con la emoción de quien cree que en cualquier momento pasará algo maravilloso. El otro personaje era una señora que, para qué negarlo, era gigantesca. No grande. No corpulenta. No con sobrepeso. Gigantesca. Una de esas personas que cuando se sientan se apoderan de la silla como un pulpo abrazando una roca. Una gorda que iba a reventar en cualquier momento. Tenía una bolsa del supermercado en una mano donde se atisbaban productos altamente calóricos y con la otra estaba disfrutando de un Maxibon con la intensidad de quien ha esperado todo el día para ese momento. Hasta ahora todo normal o al menos, todo lo normal para lo que te puedes encontrar en cualquier local haciendo cola.
Me puse en la fila, esperando mi turno, mientras la mujer mordía su Maxibon con un placer que rozaba lo pornográfico. Ahí fue cuando me puse a pensar que el Maxibon es como el serranito de los helados, tiene de todo para saciarte pero ningún lujo. Es como el bocadillo de las heladerías, el producto que sin duda alguna se pediría un cachalote entre todas las opciones disponibles del cártel. A unos pocos metros estaba el chaval con síndrome de Down que no paraba de balancearse de un lado a otro, mirando a la gente con curiosidad.
Cogí el móvil y me puse a leer cosas. Todo iba bien, hasta que me dio por bostezar. Sí, un puto bostezo. Pero no un bostezo cualquiera, no. Uno de esos que te sale de lo más profundo del alma, que te desfigura la cara como si estuvieras teniendo un derrame cerebral, pero un bostezo silencioso, oculto. O eso creí, porque justo en ese momento, el chaval me miró.
Yo, que soy imbécil, le sostuve la mirada sin querer, todavía con la boca abierta en pleno bostezo, mientras él me miraba como si le hubiese dado las largas a un podenco en mitad de una carretera comarcal. El problema es que el chaval, al parecer, interpretó mi expresión como una especie de mofa. Porque en cuanto cerré la boca, frunció el ceño, se puso rojo como un tomate y gritó con todas sus fuerzas:
—¡¿QUÉ TE PASA, EH?!
Haciéndose el silencio en una oficina errática donde solo se escuchaban ruidos hasta ese momento. Los empleados de UPS dejaron de mover cajas. La cola se giró. La señora del Maxibon dejó de masticar. Y todos me miraban a mí.
—Nada, nada —balbuceé, levantando las manos, como si la policía me estuviera apuntando con un rifle.
Pero el chaval no se calmaba.
—¡QUE NO TE RÍAS DE MÍ! —gritaba mientras observaba perdigones como posta lobera saliendo de su boca gracias a una brizna de luz que aun entraba por una ventana, dando un pisotón en el suelo que retumbó en toda la tienda.
Aquí fue cuando la señora del Maxibon, la gorda que vacilaba a la muerte en cada lametón, con la boca llena de helado y galleta, decidió intervenir. Se me quedó mirando con esos ojos de quien lleva demasiadas peleas internas ganadas porque la sociedad no se atreve a decirle que es una puta gorda, y soltó, con una autoridad aplastante:
—Niño, ¿te estás riendo del chiquillo?
Mierda.
—No, no, para nada —dije, intentando calmar la situación—. Estaba bostezando.
Pero ya era tarde. La mujer me miraba como si acabara de pegarle una patada a un cachorro en mitad de un centro de salud.
—Pues ha sonado como que te reías, eh —sentenció, masticando su Maxibon con la gravedad de un juez leyendo una condena.
El chaval, mientras tanto, estaba resoplando como un toro a punto de embestir. Yo ya me coloqué en posición de defensa, no como si fuese a pelear, sino recogiendo mis brazos a la altura de mi estómago porque el niño malito no tenía otra idea de clavarme su cabeza como un Vitorino en la boca de mi estómago. No sabía dónde meterme y tampoco recibí la ayuda del empleado UPS, de quien esperaba empatía, mientras me miraba con diversión, disfrutando del espectáculo a sabiendas de que era lo primero que le iba a contar a sus colegas nada más quedasen a tomar una cervecita.
Yo solo quería desaparecer.
—Lo siento si ha parecido eso, de verdad —intenté explicarme—. De ninguna manera me reiría de él.
Pero la mujer del Maxibon ya había tomado una decisión. Me miró, sacudió la cabeza con decepción y le dio un nuevo bocado al helado mientras murmuraba:
—La gente joven ya no tiene respeto por nada.
Así que ya, indignado al ver que una puta gorda y mongólico me habían metido en un jaleo tremendo no quise quedarme callado a lo que le respondí:
—Gracias por lo de joven— mientras volvió a hacer un nuevo silencio incómodo.
Pasó poco tiempo, imagino, pero para mí fueron como dos horas hasta que me tocó recoger mi paquete lo más rápido que pude, sintiendo la mirada asesina del chaval y la desaprobación silente de la señora. Cuando salí del UPS, sentí que había sobrevivido a una especie de juicio popular improvisado.
Muy incomodado por aquella situación y sintiendo la libertad al cruzar la puerta de quien acaba de darle San Pedro una parcelita en el reino de los cielos me despedí de los allí presentes con un simple “hasta luego” mientras abría la puerta para salir de aquel frenopático lleno de cajas de cartón.
Justo en ese momento, a punto de escapar, el chaval gritó una última vez:
—¡QUE TE DEN, MONGOLO!— y hasta ahí podíamos llegar.
Me giré por completo colocándome frente a frente, como un torero mirando su muerte. Y le dije:
—¿MONGOLO? ¡¿PRECISAMENTE MONGOLO?! ¡¡¿¿YO??!!
Notaba todas sus miradas clavadas en mí. Todos. La totalidad de la tienda y de los trabajadores estaban pendientes, pero me daba todo igual. Hasta me había dejado de fijar en la puta gorda del Maxibon y mira que era imposible dejar de mirar a semejante hija de la gran puta comerse el Maxibon. Anda que iba a sacarse un tupper de brocolí. GORDA, HIJA DE PUTA, QUE ESTÁS GORDA COMO UNA PEONZA PORQUE NADIE EN EL MUNDO SE ESTÁ COMIENDO UN MAXIBON A LAS SIETE DE LA TARDE. El mongolo se vino abajo como una candela de papeles. Mis ojos tendrían que estar inyectados en salmorejo. Me daba todo igual.
Le miré a los ojos. Inflé las aletillas de mi nariz y le grité:
—¡¡¡YURI, QUE SEGURO QUE TE LLAMAS YURIII!!!
Y me fui dando un portazo.
Mi reputación en ese UPS está arruinada para siempre.