Mi suegra, el AirPlay y un mamazo tremendo de Veronica Avluv
Bendito momento en el que di un salto de calidad y me compré un nuevo smartphone de los cojones. Yo de tecnología entiendo como cualquier otro. Hay cosas que me llaman mucho la atención y le presto más atención. Incluso a veces me pongo a leer y a investigar sobre el tema. Pero luego, como entiendo que es normal hay otra cosas que me dan exactamente lo mismo. Y por desgracia el buen funcionamiento correcto de este smartphone en su totalidad era una de ellas.
Tenía un teléfono que ya iba a cumplir casi la década. Os podéis hacer una idea. Me compré otro porque ya las apps diarias no me funcionaban. Obsolescencia programada le llaman. Mi teléfono de hasta entonces iba bien. Algo lento a lo mejor, pero nada grave. Cuando encendí y configuré el nuevo me di cuenta de que mi casa llevaba años bastante más actualizada que mi anterior teléfono. Hasta entonces me había comprado un EZCast. Por resumir era un Chromecast chino antes de que Google sacase el Chomecast. Lo enchufabas a la tele y a través de un app de la propia marca podías visualizar el contenido del teléfono en otra pantalla. Aquello parecía magia.
El caso es que cuando terminé de configurar el teléfono me dijeron que este nuevo modelo ya tenía esa función para reproducir la imagen en mi televisor sin necesidad alguna de tener que utilizar el pincho USB que me compré. Venía de serie. Una maravilla. Ya no tenía que iniciar la rutina que hasta entonces me llevaba a usarlo: abrir la app, sincronizarla con la televisión y empezar a pasar la imagen del teléfono a la tele. Al segundo, tras comprobar que lo hacía de manera automática, ya todo lo que venía haciendo hasta ahora que me parecía el futuro se convirtió en un coñazo tremendo. Lo estaba flipando con mi AirPlay, que así se llamaba. Me encantaba disfrutar del propio contenido que grababa en pantalla completa tan solo con un leve gesto de dedos.
Imaginaos a un cateto con su nuevo teléfono, solo en su salón, viendo porno en una televisión de 55 pulgadas, con una mano en el teléfono y con la otra en la línea de tiempo del vídeo, buscando la escena que más le motive. Un lujo de estos tiempos modernos. El onanismo sufrió una escalada de calidad que nunca me hubiese imaginado. Un doble placer.
Una tarde tonta de una semana infinita, mi suegra se presentó en casa para pasar unos días con nosotros. Después de una comida familiar y tras una sobremesa con excesivos dulces mi cerebro empezó a asimilar que no iba a quedarme solo en mi noble salón para echar un buen rato. Así que, aprovechando la bendita cagada que a veces aparece después de una buena comida, agarré mi teléfono y me fui al baño para hacer lo que en anteriores entregas ya os definí como un buen combo: cagar y pajearte.
Busqué un vídeo de Veronica Avluv, una mujer que asusta, alguien capaz de sacarte las piedras del riñón a la misma vez que te cura las almorranas. Si su figura se democratizarse habría filas de urólogos pidiendo limosna en los semáforos. Y ahí me encontraba, en mi váter, con el dedo buscando el plano perfecto, viendo como la señora Avluv lo daba absolutamente todo. Palante patrás, palante patrás, palante patrás. Mojón y lefarazo. Grifo abierto, gel, lavado de manos y uno sale como un señor. Hasta que llegas al salón con tu suegra sentada en el sofá, nerviosita como una novicia y te dice que en la televisión ha salido una cosa que ella no ha puesto.
Amigos míos, activé el AirPlay.