Un verano perdido y una Copa América
Hace muchos años que viví por primera vez un mal verano. De hecho, me atrevería a decir que es el único mal verano que he vivido en mi vida. Algo que de forma lógica hace que no me vaya a olvidar de él jamás. Y como siempre, al igual que os he contado mis peores momentos, creo que es importante que también conozcáis éste.
Acababa de cumplir la veintena y antes de que abriesen las piscinas ya había tomado la decisión de no seguir perdiendo más el tiempo en la carrera universitaria en la que estaba matriculado. La cosa es que antes de comunicárselo a mis padres tenía que tener un plan trazado, una alternativa, que hasta ese momento era incapaz de vislumbrar. Así que, antes de hacer firme la decisión, por aquello de buscar una segunda vía algo más apetecible, volví a echar la preinscripción para cambiarme a otra carrera, por aquello de huir sin mucho rumbo de un lugar en el que supe muy pronto que no quería pertenecer. Rellené los papeles y me acordé que el padre de un colega del colegio, un hombre que durante muchísimos años fue nuestro entrenador de fútbol, trabajaba justamente llevando esos papeles, los de las preinscripciones en la universidad. Como estaba bastante perdido y tenía algunas dudas sobre las adjudicaciones le pegué un telefonazo y tras hablar un rato con él me dijo que fuese a su casa a darle los papeles y así me quitaba de ir comerme las colas burocráticas. Y eso hice.
Una tarde noche de verano me presenté en su casa, una casa que conocía desde la infancia y en la que había echado ingentes cantidades de horas jugando al Moto Racer, pero a la que hacía años que ya no iba. Allí estaba mi colega, con su padre y creo que con su hermana también que deambulaba por allí, una chica parca en palabras que al parecer sí que habría la boca para otras cosas antes de tiempo. A la madre no la recuerdo en aquel momento, puede que estuviese allí, como una más, pero mi mente no consigue dibujarla aquella tarde. Era una mujer guapa, morena, con una larga melena muy rizada, pero es algo que no tiene nada que ver con esta historia. Tan solo os quería dejar ese apunte.
En aquella época la vida se me empezó a desviar. Los estudios me iban mal y tuve por primera vez la sensación de que me había equivocado en mis decisiones y estaba perdiendo el tiempo. Eso para alguien como yo, ordenado y meticuloso, fue un caos. Además, tenía la horrible sensación de que era el único de mi alrededor que me había equivocado, que a todo el mundo le iba de lujo menos a mí. Y eso lo hacía todo más oscuro aun. Si lo piensas bien la vida empieza a complicarse cuando tienes que tomar tus propias decisiones.
Estudiar la ESO no es una decisión tuya, es algo que prácticamente te viene impuesto. Lo mismo pasa con el instituto antes de llegar a la selectividad, lo que ahora se conoce como EBAU. Que sí, que te darán a elegir entre varias ramas distintas, pero no es nada importante, al fin y al cabo. Cualquiera con un mínimo de cabeza sabe con 16 años si prefiere ser veterinario antes que electricista. Otra cosa es que luego termine siendo algo que jamás se le pasó por la cabeza. Lo complicado empieza cuando echas dos años en ese módulo de mecánica y lo único que has hecho ha sido barrer un taller. Ahí es cuando se te tuerce el morro, porque la ESO no fue una decisión tuya, pero ese módulo sí. Y ahí es cuando si no coges la vida por los cuernos puedes verte en cinco años con menos dientes que dignidad fumando plata en la trasera de un Lidl. Y no te estoy exagerando.
Así que en ese preciso momento de mi vida me presenté en aquella casa, desesperado en la búsqueda de la última alternativa antes de dar el gran salto a un lugar del que tampoco sabía como llegar. Hoy, con la vida bien encaminada me acuerdo de esto y no me queda otra más que reírme. Pero no es fácil. Si tu vida te importa, si te sientes responsable de tus propias decisiones y si además, sabes identificarlas como mal tomadas, os puedo asegurar que no es fácil.
Cuando llegué me encontré a una familia ordenada, sin altibajos, solo altis, funcional, limpia y unida. Una familia que históricamente vivía de alimentarse el alma con el fútbol. El padre, eterno entrenador como ya os he dicho y el hijo, monotemático del Don Balón y El Día Después. A pesar de dejar de hablar con él desde el mismo momento que nuestros institutos se separaron no he dudado ni un segundo que ha vivido toda tu adolescencia viendo diariamente los deportes de Los Manolos en Cuatro. Su perfil era ese. Sus idas y venidas, sus sonrisas y sus ilusiones, dependían de las imágenes que sacasen de cualquier equipo en sus entrenamientos.
Ellos eran sevillistas. Sevillistas de pro, de los que guardaban en un álbum de fotos plastificado los abonos de todos los años como si fuese un tesoro. Imaginad el nivel de frikeza con el fútbol que era la única familia que aun poseía unos periódicos que dejaron de existir donde se hacían crónicas de partidos de ligas escolares. Ellos los tenían todos. Ahí estaba yo, en ese periódico, junto a mi colega y a todo el equipo del colegio y su padre de entrenador, entrevistados en Fondosur, que así se llamaba. Estoy seguro que todavía grabaría en VHS aquella entrevista que nos hizo la reportera morena de Canal47 antes de jugar un partido. Ojalá yo la tuviese. Pues en ese contexto, que estoy seguro que ya he sabido transmitirte, entré yo destrozado moralmente en esa casa una tarde noche de verano.
Cuando me abrieron la puerta y me dieron paso al salón, tras dejar los papeles en la mesa, vi que todos estaban pendientes de la televisión. En una época donde no existían las IPTV e Internet no era aún una plataforma que nos acercase a otras emisiones extranjeras, ellos estaban enganchados viendo la Copa América. No sé ni cómo la sintonizaron, pero estaban flipándolo con una imagen de bastante poca calidad viendo a una selección de Brasil que jugaba contra otro país del que ahora no me acuerdo. Lo que sí sé es que jugaba Brasil.
La felicidad les desbordaba por los poros en un salón de aspecto noventero. Con unas bebidas encima de la mesa, una tapita de queso y unas aceitunas, empezaron a comentar que si Dani Alves era mejor que Maicon y que si la banda estaba más segura en defensa con uno que con otro. Y yo allí, dejando unos putos papeles encima de una mesa a sabiendas de antemano de que la nota de corte no iba a bajar para las opciones que había solicitado, a sabiendas de que ese hombre conocedor de todo el proceso sabría que no me darían ninguna de las opciones, que estaba perdido, pero que al menos él me haría el favor de sellarlo y presentarlo, ahorrándome con ello perder una mañana de colas burocráticas y así poder presentar la excusa en mi casa de que estaba recorriendo algún tipo de plan B con sentido.
No me quise quedar a ver el partido con ellos. Me lo ofrecieron con gusto después de varios años sin cercanía. Mi sensación era la de que no me lo merecía. Yo no podía sentarme en ese sofá a hablar de Dani Alves mientras alguien me sacaba una Coca-Cola. Estaba destrozado. Además, tampoco podía irme a mi casa y verlo porque no tenía ni puta idea de cómo se sintonizaba la Copa América. Así que me marché dando las gracias, casi mareado, con tinnitus en un oído, sabiendo que en esos papeles mostraba mis vergüenzas porque no me quedaba otra. Bajé en ascensor porque vivía en un décimo. Y lo agradezco. De haber sido un piso más bajo podría haber elegido las escaleras y seguramente me hubiese matado cayéndome mareado de todo lo que se me pasaba por la cabeza.
Hoy estaba navegando por la red quince años después de aquello y me ha salido un vídeo donde he visto un regate de Neymar con un pase magistral que ha terminado en gol. Era la Copa América en una de esas imágenes que se van mal, a pesar de no ser tan antiguas. No era ese partido, ni tan siquiera ese mismo año, pero para mí y para el resto de los días, una Copa América siempre significará siempre mucho más que una simple Copa América.