Una Feria de Abril y un bochorno familiar
Me había rapado los huevos el día anterior e imagino que no de la mejor manera, así que a la mañana siguiente tenía un escozor de cojones, nunca mejor dicho. Fuimos a la Feria de Abril con el buen arreglo que le debe suponer a cualquier joven de dieciséis años. Sin más pretensiones que las de echar un rato me puse unos vaqueros y una camisa. Mi mejor prenda eran un par de gónadas bien relucientes. El día fue bueno. No llegué a casa especialmente tarde pero el cansancio hizo que directamente me fuese a la cama. A la mañana siguiente, como ya he mencionado, me iban a reventar las pelotas.
Me volví a probar esta vez otros pantalones vaqueros para comenzar el día de los que tuve que desprenderme a los pocos minutos porque lo único que hacían era incrementar el infernal calor que emanaba de mis ingles. Me puse un chándal Boomerang bien holgado, de esos que si te echas la cartera y las llaves en el bolsillo parece que seas un burro de carga con dos alforjas a los lados. Primer error del día. Yo siempre los he llamado “pantalones perita” precisamente porque te hacen el cuerpo de una pera. Cuando aceleras un poco el paso con ellos puestos pareces el carcelero de Alcatraz. Me embadurne las pelotas en after shave, segundo error, recogí mi rizada melena con una mera gomilla de los veinte duros y salí a la calle con la intención de que el primaveral sol acariciase mi rostro haciéndome olvidar ese furor que cargaba conmigo.
Quedé con unos colegas para dar una vuelta por el barrio, sin ninguna intención de volver a la Feria. Mis padres se habían marchado allí y en mi casa la comida la dejaron hecha. Yo tenía la opción de ir a comer al hogar o pasar la mañana haciendo el zorro por cualquier lugar. Como es lógico elegí una a una entre todas las opciones y fui escogiendo la peor de todas. Nos juntamos tres o cuatro, los mismos que salimos el día anterior para pisar el Real y estuvimos como siempre buscando la mejor manera de desperdiciar nuestra juventud. Alguien propuso dar una vuelta más allá y coger un autobús, así sin más, por ampliar la subnormalez más allá de las fronteras de nuestro barrio, algo así como para que todo el mundo termine conociendo de dónde viene tanta gilipollez junta.
Con el vaivén de aquel transporte público, sin saber ni cómo ni porqué, me volví a ver nuevamente en la Feria de Abril, pero eso sí, esta vez vestido como un maldito politoxicómano. Cualquiera podría haberme confundido con los mismos gorrillas que se pelean las zonas a cuchillo para ganarse el aparcamiento. Cada vez que me acuerdo de aquellos botines Adidas rojos y grises de cremallera me dan ganas de que aquel autobús se hubiese estrellado contra una cuba de obras.
Quería salir de allí despatarrado, pero ya estaba dentro de aquella maraña infame. Empecé a sudar como un gordo hijo de puta y mi única intención era escapar hacía la zona donde pasaría menos desapercibido, que no era otra que los coches de choque de la conocida Calle del Infierno. El calor era insultante. Solo me sentí cómodo durante uno segundos al lado de aquel chino pintado de papanatas que se paseaba con un mono sin vacunar por detrás de su cuello, justo al lado de la gofrería, donde estaban friendo buñuelos mientras se agolpaban los transeúntes implorando la consecución de una de esas bolas sumergidas en aceite hirviendo. Sencillamente mis pelotas no aguataban más. Cada dos pasos tenía que meter mis manos dentro de mis calzoncillos para recolocarlas a la par que para ofrecerles aquellos míseros segundos de respiración. Eran como un hámster hambriento dentro de una caja de zapatos sin apuñalar. Me reconocería sin ningún género de dudas como el peor espécimen que en ese momento se encontraba en toda la provincia.
Al borde del colapso sonó aquel primitivo teléfono móvil que llevaba encima. Era mi madre:
- Corazón, ¿dónde estás?
- Pues verás, estoy en la Feria.
- ¿Sí? ¡Qué bien! Podemos vernos.
- No mamá, es que estoy con mis amigos.
- No pasa nada, diles que se vengan.
En ese mismo momento observaba como uno de mis acompañantes le estaba regateando a una familia de gitanos la venta ilegal en la misma calle de un par de botellas de manzanilla. No me pareció la mejor idea mezclar familia y amigos.
- Mami, que no. Que no voy.
- ¿Hijo, te encuentras bien, te noto rato?
- No mamá, todo bien. ¿Cuándo os volvéis a casa?
- En un ratito, por eso mismo te digo que te pases por la caseta.
Este fue otra de aquellas grandes enseñanzas que mi madre me aportó; jamás te fíes de lo que te diga y menos por teléfono y mucho menos en la puta Feria de Abril.
- Venga mami, pues nos vemos ahora.
Tercer error.
Me despedí de los que ya estaban bebiendo rebujito en plena calle, mientras la gitana le servía unos hielos de una bolsa abierta que estaba en el suelo por la que momentos antes había rozado el culo el mono del mamarracho del chino.
Recuerdo la llegada a la caseta como el mayor calvario sevillano que se pudiese vivir. A mi lado cualquier imagen de Semana Santa no era más que una parodia barata de los evangelios. Ya iba literalmente con un mano dentro del chándal, buscando el frescor de mi palma que no dejaba de ser un sucio charco de albero y rebujito. Aquel jodido chándal era de todo menos transpirable. Se podían cultivar fresones de Huelva durante todo el año justo donde tenía mi mano. Imagino que durante años tuve que ser la historia de muchos y afortunadamente solo algunos móviles disponían de cámara. Lo bueno de meter la pata hace veinte años es que no puedes ser trending topic.
El vigilante de la caseta, dentro de su sano juicio y profesionalidad, me imposibilitó la entrada por mucho que dijese que mis padres estaban dentro. Si la caseta hubiese sido la de Amigos de la Diálisis lo hubiese entendido, pero mi presencia desoladora no le aplacó ningún tipo de dudas. A todo esto, salieron mis padres a la puerta a lo que yo, tras sacarme ambas manos de mis cojones, les hablé con un generoso: “Venga, vámonos ya”.
En siete de sus vidas se hubieran esperado esa imagen en pleno apogeo de la semana más dada al traje de chaqueta y clavel en la solapa. Aquí es donde mi madre tomó de su propia medicina, ya que tras engañarme con la hora de recogida para que fuese a verles no tuvo otra que hacerme entrar y presentarme en sociedad a toda su reunión de amigos.
Y allí estaba yo, con los huevos en la mismísima garganta de Belcebú, el pelo churretoso, apestando a mono de feria empapado en rebujito, unos botines que no sé por qué cojones me los compraría y el peso de cientos de miradas destruyéndome aún más por dentro, entre ellas las de mis progenitores.
Nos tomamos algo rápido y nos fuimos corriendo. Camino a casa no me dijeron absolutamente nada. Un silencio sepulcral que no me afectaba para nada, porque literalmente me sudaban los huevos a cántaros. A la mañana siguiente mientras desayunábamos lo calificaron como vergonzoso. Un bochorno dijeron. Yo les dije que no quería ver a nadie, que quedé con ellos para irme directamente a casa. Me presionaron tanto durante esa tostada que tuve que responderles:
- Hijo de verdad. No me lo puedo creer.
- ¿El qué?
- ¿Cómo podías ir así vestido?
- ¿Qué pasa que os ha dado vergüenza? Yo os dije de veros para irnos.
- Pero hijo al menos un pantalón vaquero.
- Que no me podía poner pantalón vaquero.
- ¡¿Pero cómo que no podías ponerte un vaquero, por Dios?! ¿Qué te hubiese costado?
- Que no podía, joder.
- Pero con todos los que tienes, ¿cómo es que no podías?
- Que no podía mamá, hazme caso.
- ¿Pero por qué?
- ¡POR QUE ME DOLÍAN LOS HUEVOS!
Mis padres se miraron entre ellos y no abrieron más la boca. Jamás llegaron a entender absolutamente nada.